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Historia

El convento es la materialización de la vida espiritual de la comunidad clariana. La Orden de Santa Clara tuvo su origen en 1212, cuando la joven noble Clara de Favorone, deseosa de abrazar el ideal de vida propuesto por Francisco de Asís, abandonó su casa y se consagró a Dios. A su muerte en 1253, se contaban ya más de cien monasterios por toda Europa. Desde entonces su número no dejará de crecer.

Uno de ellos sería el de Zafra, fundado en 1428 por Gomes I Suárez de Figueroa, primer señor de Feria, y su esposa Elvira Laso de Mendoza, hermana del marqués de Santillana, con la intención de satisfacer la vocación religiosa de sus hijas Isabel y Leonor. Así, en su comienzo, el monasterio de Santa María del Valle ejemplifica el espíritu de santa Clara, pues sus primeras abadesas, de noble abolengo como ella, abandonan su privilegiado entorno para profesar y vivir en pobreza.

EL MONASTERIO DE SANTA MARÍA DEL VALLE O CONVENTO DE SANTA CLARA

Construido en sus partes esenciales entre 1430 y 1454, el monasterio acusa la modestia propia de las edificaciones franciscanas de estas tierras, en las que priman la pizarra, el ladrillo, la madera y la cal como materiales constructivos y la sobriedad ornamental; si bien, la capilla mayor de la iglesia, levantada con sillería granítica, es una excepción, una obra costosa que venía justificada por su función funeraria. En los siglos venideros, se mantendrá la austeridad primigenia, aunque se adviertan el uso algún material más costoso en algunas estancias comunes.

La entrada al convento y museo está en la calle Sevilla, donde hay dos puertas: la más antigua es gótica de la segunda mitad del siglo XV. Muestra, a los lados, relieves de la Anunciación sobre los blasones de los Suárez de Figueroa y los Manuel y, sobre la clave, un yelmo con un búcaro de azucenas por cimera. La otra, clasicista y fechada en 1574, trae en su coronamiento un escudo de los Duques de Feria. Ambas se abrían al compás monástico, ocupado desde los años cincuenta del pasado siglo por un edificio comercial; que oculta el pórtico de la iglesia y genera dos accesos laterales al mismo.

El pórtico construido en torno a 1628 vino a sustituir al de fundación. De líneas clasicistas, es una estructura robusta formada por gruesos pilares de sección rectangular que soportan una serie de arcos de medio punto y una bóveda de cañón. Acoge la portada de la iglesia, fabricada entre 1715 y 1718 con líneas extremadamente sencillas. De la primitiva del siglo XV conserva los escudos de los fundadores del cenobio, Laso de Mendoza y Suárez de Figueroa, y dos remates que parecen de acarreo, quizá de época romana.

A la clausura se accede a través de la puerta reglar, una obra gótica de cantería sobre la que puede verse el tablero marmóreo conmemorativo de la fundación monástica en 1428, flanqueado por las armas de Figueroa y Mendoza. El conjunto se acoge bajo un soportal clasicista, fabricado en 1625 con granito y ladrillo rojo historiado.

El centro del convento es el claustro, que puede verse en parte desde una de las salas del museo. Se trata de un espacio porticado de planta cuadrada, obra de alarifes mudéjares que plasmaron en el uso de la mampostería, el ladrillo aplantillado, la cal y la ausencia de ornato la austeridad de vida de las clarisas. Tiene en su redor las dependencias necesarias para la vida conventual: el lado oriental lo ocupan la iglesia y el coro de las monjas, cuyos volúmenes invaden las dos alturas del edificio. El resto de la planta baja estaba destinada a oficinas monacales: refectorio, cocina, sala capitular...; mientras que la planta superior servía para dormitorios comunes y celdas. Todos los espacios se cubren con techumbres de madera, algunas con ornamentación tallada, salvo los corredores del claustro bajo, la cocina, la iglesia y el coro que lo son de bóvedas.

El monasterio, fundado para acoger a veinticinco monjas, desde las últimas décadas del siglo XVI fue viendo crecer el número de las que lo habitaban. Si entonces eran casi cuarenta religiosas, como prueba el número de sillas que se fabrican para el coro, en el siglo XVII llegó a estar ocupado de ordinario por setenta. Este incremento movió a la ampliación de los espacios de habitación, que se fueron sumando al edificio preexistente, invadiendo parte de la huerta conventual y del claustro. En esos tiempos se levantan, entre otros, la enfermería nueva en la zona meridional y, en el lado contrario, el noviciado y el patio de la portería, en el que se conserva un ajimez de madera, uno de los pocos que subsisten en España.