San Francisco de Asís 
Madera policromada y telas encoladas 
140 x 56 x 55 cm 
Escuela sevillana 
Último tercio del siglo XVII 

Monasterio de Santa María del Valle, Zafra

A Francisco, el pobrecillo de Asís, el arte desde el siglo XIII nos lo muestra en múltiples facetas de su vida y leyenda, pero siempre con expresión devota y amable.

Tras el Concilio de Trento, lo usual es representarlo de pie, vistiendo hábito de capuchino, ajustado a la cintura con un cíngulo, y contemplando un crucifijo. Como segundo Cristo, los estigmas están siempre visibles en manos, pies y, a través de una abertura del sayal, la llaga del costado. Y su rostro adquiere rasgos ascéticos y gesto atribulado.

Así, puede verse en esta imagen que, hasta finales del pasado siglo, ocupaba una de las hornacinas laterales del retablo mayor, realizado por Alonso Rodríguez Lucas entre 1670 y 1671, de donde pasó al refectorio.

La talla y su policromía debieron ser ejecutadas por esos mismos años, en un taller de escultura sevillano en el que los rasgos roldanescos, como postura abierta, movimiento contenido, rostro de perfiles definidos o cabellos abocetados y sinuosos, son evidentes; pero, cuyo tallista aún se nos oculta, tanto como el admirable pintor que la terminó.

Originalmente fue imagen de vestir, que constaba solo de tronco, cabeza y brazos articulados, aupados sobre un bastidor, y con las partes anatómicas visibles policromadas y encarnadas. A finales del siglo XVIII se le añade el hábito de tela encolada, con pliegues tubulares y abullonados y cenefas doradas.

Los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 12) narran que, tras contemplar como Cristo se elevaba al cielo, los once volvieron a Jerusalén «desde el monte llamado de los Olivos». Lugar en el que en el siglo IV se levanta una iglesia para conmemorar el suceso.

Destruida y reconstruida sucesivamente, por musulmanes y cruzados, finalmente es derruida en el siglo XIII para levantar una mezquita. Aunque respetaron una pequeña capilla centralizada, como signo de buena voluntad hacia los cristianos. Es la llamada Capilla de la Ascensión, en cuyo centro se venera una roca que tiene grabada la huella de un pie, al que la tradición reconoce como el vestigio o pisada última de Jesús antes de elevarse.

Este podomorfo, considerado como verdadera reliquia de Cristo, fue reproducido en telas que, por contacto, eran convertidas en reliquias cargadas del mismo poder taumatúrgico que la huella pétrea. Para identificarlas llevan impresa con tinta la leyenda latina «Vestigium D[omini] N[ostri] J[esu] C[hristi] in Monte + Oliveti», que puede traducirse como huella del Nuestro Señor Jesucristo en el Monte de los Olivos.

Fueron los franciscanos quienes difundieron la veneración de estas improntas al llevar su emblema, la Cruz de Jerusalén, en todas ellas. Volver de Tierra Santa con reliquias de contacto, piedrezuelas de los Santos Lugares u objetos artesanales de madera y nácar fue usual entre los frailes que colmaron sus conventos y los de clarisas con este tipo de recuerdos.

Cáliz 
Plata en su color y dorada, esmaltes, jade y cornalina 
16 cm x 11 cm Ø base y copa 
Ramón Sunyer y Clará 
Barcelona 
Hacia 1955-1958 

Monasterio de Santa María del Valle, Zafra

La platería litúrgica, en la Cataluña de los cincuenta, inicia un camino de alejamiento de los estilos historicistas para adaptarse a las nuevas corrientes estéticas.

Uno de los renovadores fue el taller Sunyer, situado en la Gran Vía de Barcelona desde 1925. Allí trabajaban más de cincuenta artífices, entre joyeros y plateros, dirigidos por Ramón Sunyer (1889-1963), el tercero de un linaje de orfebres, al que sucedería en 1956 su hijo Oriol Sunyer (1923-1990).

Es en este taller en el que se diseña y confecciona este innovador cáliz. Consta de un sencillo pie circular, que se prolonga en un astil troncocónico al que se adosan cuatro contrafuertes lisos, para enmarcar otras tantas figuras angélicas, grabadas y esmaltadas. El nudo, esférico achatado y con acanaladuras en arista viva, es de jade. Y la copa, en la que se advierte el martilleado o batido, se soporta sobre cuatro sencillas ménsulas curvilíneas, rematadas con cabujones de cornalina.

Una pieza que no oculta reflejos de la obra de Gaudí, en ese regusto por el color y la belleza matérica, y de las vanguardias de la primera mitad del siglo en sus sencillas y geométricas líneas compositivas.

Se estrenó en la primera misa del sacerdote Javier Carretero (1933-1995), celebrada en la parroquia de Nuestra Señora de Candelaria de Zafra el 2 de julio de 1958. Tras su fallecimiento, pasó al convento de Santa Clara.

Cruz procesional

Plata en su color 
30 x 14 x 7 cm 
Carece de marcas 
Taller zafrense? 
Hacia 1600 
Monasterio de Santa María del Valle, Zafra 

La cruz procesional, cruz alzada o cruz de guía, es la insignia que encabeza todo cortejo procesional que una comunidad cristiana organiza al iniciar la liturgia de la misa solemne o alrededor de un lugar de culto o por las calles de una población con motivo de ciertas festividades.

La procesión cristiana es una marcha ordenada y ceremoniosa, que tiene su origen en los desfiles militares romanos, lo mismo que la cruz en sus enseñas; mas, su sostén religioso le viene del pasaje de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén.

Una comunidad monástica, como la de Santa Clara, las organizaba igualmente, discurriendo sus breves cortejos por el claustro o la huerta adyacente, y se servía de esta pequeña y sencilla cruz como guía.
La cruz, de plata en su color, cincelada y picada de lustre, está decorada con formas geométricas, volutas, ces y espejos respondiendo a patrones manieristas.

Consta de un astil ligeramente troncocónico, que se encajaba en una pértiga de madera. De él colgaba la manga: un adorno de tela de color variable, según la liturgia, montado en un armazón con formas cilíndrica, abajo, y cónica en su remate. Encima del astil va la macolla, compuesta por un cilindro sobre una base semiesférica. Sobre ella se alza el árbol de la cruz, de brazos rectos, con casetones recorriéndolos, y perillones en sus extremos.